En 1978 se declaró el hallazgo de los restos de
su fundador. Francisco los exhibió en 2013.
"Carecerás de sepultura”, escribió Francisco de
Quevedo, glosando a Séneca. La tierra guarda pocos cuerpos enteros.
Restos místicos. El Papa mostró en noviembre de 2013 el relicario con los huesos de San Pedro |
El tiempo desparrama sus fragmentos, el agua los deshace, el
aire, les enjuga, el fuego, los seca, los gusanos les comen, los animales, los
despedazan, las aves, les pican, los peces, los tragan. Y las tumbas de los
emperadores, extravían el nombre de las cenizas que protegen. “De nada se burla
el tiempo tanto, como de la vanidad de los muertos”. Sabiéndolo, pero ya débil
y asustado, Quevedo quiso evitar ese olvido, indicando cómo y dónde deberían
reposar sus despojos. De nada serviría: sus huesos seguirían el camino trazado
en aquellas palabras, escritas cuando todavía no le temía a la muerte.
Aunque probablemente jamás hubiese pergeñado que, dos siglos
más tarde, iba a ser infructuosamente buscado para incorporarse al panteón de
las glorias españolas, Quevedo sabía de qué hablaba. Su época, además de contar
con el agua, el aire y el fuego, fue testigo de la proliferación de otros
agentes de fragmentación. En el período de la Reforma y la “Contrarreforma”,
como han estudiado varios historiadores, entre los que se cuenta Alexandra
Walsham, renació la importancia física y espiritual de las reliquias sagradas.
En franco contraste con los ideales “no corpóreos” de la Reforma protestante,
los católicos romanos vigorizaron, con nuevos aires, la veneración de los
vestigios de los cuerpos de los hombres y las mujeres que se pretendían santos.
Los siglos XVI y XVII fueron, además, fecundos en la
producción de mártires, un fenómeno que no se daba desde las cruzadas.
Tanto en América como en los países protestantes, más de un
sacerdote sintió cómo lo partían en pedazos. Aprovechando esa circunstancia,
mujeres devotas, como Luisa de Carvajal, se instalaron, por ejemplo, en Londres
para procesar los cuerpos de los sacerdotes católicos, acusados de atentar
contra la autoridad del monarca inglés. Luisa, como analiza Glyn Redworth, a
partir de 1605 se dedicó a desenterrar y a disecar los cuerpos sin cabeza de
quienes habían muerto por la verdadera fe. Los trozó (aún más de lo que
estaban), los empaquetó y los despachó hacia diferentes destinatarios. Antes,
en 1578, algunos esqueletos de las catacumbas de Roma marcharon hacia las
iglesias católicas del sur de Alemania, Austria y Suiza para ocupar el lugar de
las reliquias destruidas en los inicios de la Reforma. Ensamblados nuevamente,
los “santos de las catacumbas”, fueron engalanados con joyas, ropas y
armaduras. Se iniciaba, así, un nuevo ciclo de producción, desplazamiento y
creación de reliquias, reglado ahora por el Concilio tridentino.
Las disposiciones de Trento ordenaban aquellas viejas
prácticas que la Reforma había cuestionado y perseguido. Desde mucho antes,
prácticamente desde la emergencia de la cristiandad, la sacralización de las
iglesias se asociaba a los huesos de algún santo.
En 787, el Concilio de Nicea decretó que cada altar debía
poseer una reliquia. Quién estaba destinado a ocupar el altar de qué iglesia,
dependería, en parte, de la gravitación del templo. Viceversa: el poder de los
obispos o de los reyes logró que algunas crecieran en importancia mediante la
adquisición, por regalo, compra o robo, de las supuestas reliquias de los
apóstoles. Después del concilio de Nicea, con el fin de consagrar los templos,
se fue imponiendo la práctica oriental de fragmentar y trasladar los cuerpos de
los santos y su exposición en relicarios. Cráneos y esquirlas de húmeros y
fémures, cuando no lágrimas y humores de distinto tipo, empezaron a abundar en
los altares. Objeto de culto, fuente de curaciones y de devoción, a su
alrededor se organizaron peregrinaciones y una infraestructura compleja que
incluía albergues, caminos y un amplio abanico de personas que (se) alimentaban
de este fervor.
En el siglo IX, Europa experimentó un intenso tráfico de
reliquias. Los mercaderes, ladrones y fabricantes se ocuparon de satisfacer la
demanda de los obispos, abades y reyes y de multiplicar el número de cuerpos
sagrados que, como muestran varios estudios, incluían hasta paletas de cerdo.
Sin embargo, el más importante proveedor de reliquias seguía siendo el Papa:
como dice Geary, a partir del siglo octavo, los Papas, disponiendo del
“monopolio” de las catacumbas de Roma y de los restos de los primeros mártires,
recurrieron a este repositorio para estrechar los vínculos con la iglesia
merovingia. Las astillas santas fueron dibujando el mapa de las alianzas del
Papado. A lo largo de 2000 años, la dispersión de los cuerpos de los santos o
sus vicarios, humanos o no, fue ensamblado huesos con huesos pero también
huesos con nombres, dándoles una identidad provista de virtudes y de símbolos.
En estos días se nos ha recordado que Roma, ya en el siglo
XX, quiso contar con los huesos de San Pedro, quien, como Quevedo, se había
perdido en un revoltijo de la historia. No se recurrió a las estrategias
medievales; tampoco a las de la Reforma: el siglo XIX había inventado otros
modos de tratar con las tumbas y de establecer verdades. En 1852, el Vaticano
creó la Comisión de Arqueología sacra para organizar la excavación y
restauración de las catacumbas de San Calixto. En 1925, el papa Pío XI la
declaró “Pontificia” y fundó, además, el Instituto de Arqueología Cristiana.
En la década de 1940, los arqueólogos, con su saber
epigráfico y topográfico, salieron a buscar al padre fundador. Unos lo
encontraron en Jerusalén, otros en las grutas vaticanas. Por diversos
procedimientos, y luego de varios años, se determinó que los huesos hallados en
uno de los recintos romanos correspondían a un hombre robusto, fallecido a edad
avanzada en el siglo I de nuestra era. Los indicios de ropa suntuosa, una
inscripción, le permitieron a Paulo VI anunciar en 1978: “Hemos encontrado los
huesos de San Pedro, identificados científicamente por especialistas en el
tema”. No tuvo tiempo para mucho más: un mes más tarde, moría en Roma.
Hubo que esperar a noviembre de 2013 para que el papa
Francisco decidiera mostrar el relicario con los huesos de la roca de la
Iglesia. Sin siquiera tocarlos, en ese mismo instante, llegaron al fin del
mundo: hoy, como en el siglo octavo, el medio es el mensaje.
*Museo de La Plata /Conicet
Fuente: Revista Ñ