En medio de un genocidio planificado y brutal, hubo quienes
arriesgaron sus vidas para proteger a miles de personas que tenían la muerte
como único destino posible.
Adolf Hitler, jefe del partido nazi |
El Holocausto, como plan sistemático de exterminio que cayó
especialmente sobre la población judía, terminó cuando el nazismo fue derrotado
por las fuerzas aliadas: terminaba también la Segunda Guerra Mundial, y Estados
Unidos y la entonces Unión Soviética se repartirían los territorios obtenidos.
Empezaba entonces la Guerra Fría, pero esa es otra historia. Ese genocidio,
liderado de forma personalísima por Adolf Hitler, asesinó a unos seis millones
de judíos -además de gitanos, homosexuales y discapacitados, entre otras
víctimas fatales- y sacudió para siempre al siglo XX por su brutalidad y por su
llamativa capacidad para convertirse en un fenómeno al que adhirieron las
masas. Por eso, cada vez que ocurre algo que “revuelve” ese pasado, la noticia
da la vuelta al mundo.
La semana pasada, se supo que el estado alemán de Baviera
reeditará en Alemania “Mi lucha”, el libro que Hitler escribió en prisión,
mezclando autobiografía con un ensayo sobre su defensa de la raza “aria”, que
años más tarde pondría descarnadamente en práctica, desde su rol de Canciller.
Será una edición comentada, y ya hay polémica sobre si corresponde o no que el
libro, un manifiesto del nacionalsocialismo, circule en ese país. El fin de
semana, el diario alemán Die Welt empezó a publicar cartas inéditas de Heinrich
Himmler, jefe de las SS, fuerzas que se cobraron miles de vidas. En esas
misivas, Himmler se comunica con su esposa y evita referirse en detalle a sus
tareas, pero ninguno ahorra comentarios lapidarios sobre la población judía.
Aunque estas novedades suelen traer controversias y repudio,
hay otras historias que ocurrieron durante los años del nazismo que trajeron
esperanza, más o menos larga, a sus víctimas más directas y que lograron salvar
algunas de esas vidas en peligro.
Tal vez la más conocida de esas historias sea la de Oskar
Schindler, que nació en lo que en ese entonces era el Imperio Austrohúngaro y
que a través de la contratación de empleados para su fábrica de utensilios que
sirvieron a las fuerzas armadas alemanas, salvó a unos 1.200 judíos de la
“solución final” -aunque por conveniencia se había afiliado al partido nazi-.
Su cortesía para los negocios lo convirtió en un contacto de las altas esferas
nazis, incluso las SS lo contactaron como informante, y al no conseguir mano de
obra alemana, incluyó entre sus empleados a varias dotaciones de condenados a
muerte que llegaron en trenes de campos de exterminio como Auschwitz y
Treblinka, entre otros.
En un principio, ese arreglo con las cúpulas nazis era sólo
un negocio para Schindler y quienes llegaban a trabajar durante el día, volvían
a los campos a pasar la noche, pero los relatos sobre la vida en esas
terminales fatales terminaron por conmoverlo y decidió negociar, empleado por
empleado, su vínculo exclusivo con la fábrica. Incluso amplió su producción
-cuando ya el estado nazi no le demandaba tantos productos- para poder acoger
mayor cantidad de mano de obra. En la famosa “lista de Schindler” se
registraban los nombres de los empleados que torcían su destino gracias a la
ayuda recibida.
Menos conocida fue la historia de Ángel Sanz Briz, un
español que llegó a la embajada de su país en Budapest en 1942, en plena
Segunda Guerra. Aunque en ese momento Hungría era aliado de Alemania, en 1944
el territorio fue ocupado por los nazis: en esa situación, Sanz Briz,
habitualmente a cargo de los negocios bilaterales, había quedado a cargo de la
dependencia ibérica. Ante el envío masivo de judíos a campos de concentración y
exterminio, el diplomático “resucitó” una ley de 1924 –y que ya no estaba vigente,
lo que implicó un gran riesgo- que establecía que los judíos sefaradíes,
expulsados en la época de los Reyes Católicos, podían acceder al pasaporte
español.
Aunque con miramientos de parte incluso del mismísimo Adolf
Eichmann, una de las cabezas de las SS, emitió unos 200 pasaportes y cartas de
protección, a la vez que alquiló casas que hizo “pasar” como dependencias de la
embajada española, que sirvieron de refugios. Pese al impedimento de seguir
imprimiendo pasaportes, Sanz Briz fraguó las numeraciones para poder seguir
documentando a la población judía, y así logró que unas 2.000 familias –unas
5.300 personas en total- obtuvieran protección sobre el final de la Segunda
Guerra.
Fuente: Diario Clarín